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Día del Libro
Cada libro es un Aleph, con su historia, sus hombres y sus dramas. Pero ignoro si las personas entienden el libro como yo lo entiendo, así, con una mirada contemplativa del universo que suele quedar registrado en la memoria
Cada libro es un Aleph, con su historia, sus hombres y sus dramas. Pero ignoro si las personas entienden el libro como yo lo entiendo, así, con una mirada contemplativa del universo que suele quedar registrado en la memoria

(escribe prof. Alejandro Carreno T.) No deja de sorprenderme que el mundo quepa en un libro. Todos los mundos imaginarios que pueblan la literatura universal y que juegan su juego dialéctico entre ficción y realidad. Cada uno de ellos es como el Aleph, “una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor”, cuyo diámetro “sería como de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño”. Así lo describe Jorge Luis Borges en su historia homónima. Cada libro es un Aleph, con su historia, sus hombres y sus dramas. Pero ignoro si las personas entienden el libro como yo lo entiendo, así, con una mirada contemplativa del universo que suele quedar registrado en la memoria.

Después de todo, como dice Miguel de Cervantes, “En algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle un sentido a la existencia”. Porque, ¿qué sentido tendría la vida si solo viviésemos esta vida, sabiendo que un día no la viviremos más? Vivir otras vidas y conocer otros mundos solo es posible a través de los libros. Escuchar al Principito, por ejemplo. Empaparnos de la esencia de su mundo de principios y valores cada vez más olvidados por los hombres. O en un arrebato adolescente, acompañar a los Tres mosqueteros en su aventura heroica para salvar el honor de la reina. “Vivir sin leer es peligroso, porque obliga a conformarse con la vida”, sentenció el escritor francés Michael Houellebecq.

Tal vez sin quererlo, sin pensarlo, pero a lo mejor soñándolo, sentimos el libro como nuestra propia invención. Ya lo dijo Joseph Conrad, el autor de la célebre Lord Jim: “El autor solo escribe la mitad del libro. De la otra mitad debe ocuparse el lector”. Debe ser así. Por eso la lectura no puede ser más que un acto de placer. Se lee para ser feliz, no para ser infeliz. Yo he dejado de lado algunas obras famosas porque su lectura me ha sido una tortura, como el Ulises de Joyce. Amigos míos no han podido con Quijote y otros con Borges. Es que la lectura es un acto privado, íntimo que debe llevar al placer, no al displacer.

“Libro” y “leer” se encuentran en alguien que los relaciona. Caminan juntos desde ese momento, porque antes van por senderos separados. No tienen la misma madre, como podría pensarse. Nos engañan las palabras, más aún cuando las creemos tan cercanas en su origen. Reviso La Historia del Libro, de Frédéric Barbier, un libro grandioso para saber “algo más” sobre este artefacto que, para Borges, “es el más asombroso de los diversos instrumentos del hombre”, porque “es una extensión de la memoria y de la imaginación”. La palabra “libro”, nos dice Barbier, deriva del latín liber, “término que designa la capa de un árbol, situada entre la corteza exterior y la madera propiamente dicha, lo que constituía un primer soporte de la escritura”.

“Libro” y “árbol” tienen representaciones simbólicas semejantes. “Árbol”, leemos en el Diccionario de Símbolos de Juan-Eduardo Cirlot, “representa, en el sentido más amplio, la vida en el cosmos, su densidad, crecimiento, proliferación, generación y regeneración”, en cuanto que “libro”, por su parte, se nos dice que “el universo es un inmenso libro”. Pero en el Dicionário dos Símbolos de Herder Lexikon, se nos amplía su simbolismo: “Símbolo da sabedoria, do cochecimento e também da totalidade do universo (por ser unidade composta de muitas folhas separadas e muitos signos gráficos).

Pero “leer” también tiene su historia. En griego, nos cuenta Andrea Marcolongo en su interesantísimo y entretenido libro Etimologías para sobrevivir al caos, el verbo légo significaba tanto “recoger” como “escoger” y “contar” y “decir”. Légo se vincula directamente con el latín legere, de donde deriva “leer”. Y es lo que hacemos cuando leemos un libro: lo escogemos y lo contamos. Dos verbos que denotan y connotan nuestra voluntad de tener con nosotros el libro escogido. Esa “Elección hecha por el propio dictamen o gusto, sin atención a otro respeto o reparo”, como señala una de las tantas definiciones de la RAE para la palabra “voluntad”.

Hoy celebramos el Día del Libro. Pero no siempre fue así. Los antiguos no tenían ese culto por los libros como lo tenemos hoy. Para ellos el libro era un “sucedáneo de la palabra oral”, como señala Borges en su ensayo “El Libro”, una de las clases dictadas en la Universidad de Belgrano en los años 70 y recogida en el libro Borges oral. “Aquella frase que se cita siempre: Scripta manent, verba volant, no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de alado, de liviano; alado y sagrado, como dijo Platón. Todos los grandes maestros de la humanidad han sido, curiosamente, maestros orales”.

La historia del libro, como las propias historias contadas en sus páginas, está impregnada de relatos verídicos, de mitos y leyendas, para que sigamos viviendo otras vidas y no quedarnos solo con la nuestra, como dice el conocido escritor y guionista estadounidense de libros de ciencia ficción y de terror, George Raymond Richard Martin (George R.R. Martin): “Un lector vive mil vidas antes de morir. Aquel que nunca lee vive solo una”.

En estos momentos, yo leo Alondra, del escritor húngaro Detzso Kosztolányi. Espero que ni Cervantes ni Shakespeare se molesten conmigo. Después de todo el Día del Libro los recuerda a ellos en el día de su muerte: 23 de abril de 1616.

¿Qué libro lees tú, amigo lector?

 



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